La poesía y yo tenemos una relación complicada. No es que no me guste. Es que la respeto tanto que prefiero no acercarme a ella porque siento que le quedo pequeña, en primer lugar y en segundo porque para mí, la poesía no nace para ser publicada, sino para guardarla en un cajón. Esto, por supuesto, es mi percepción subjetiva porque no hay nada más subjetivo que la poesía, que viene de otro universo paralelo.
De vez en cuando, hago pequeñas incursiones al género, porque me gusta mucho, pero solo si la disfruto en soledad, oscuridad y silencio, porque a la par que me fascina, me incomoda. Me incomoda porque me siento una intrusa en la mente de una persona que no conozco físicamente y me resulta incluso violento violar la intimidad de alguien de esa manera. Sobre todo con la poesía contemporánea.
Me ha pasado unas cuantas veces pero esa sensación de ser una intrusa en una habitación privada que no debería curiosear nada de lo que encuentra a su paso y mucho menos tocarlo no me había golpeado con tanta fuerza como me ha pasado cuando empecé a leer La escala de Mohs de Ana Isabel García Llorente.
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